Cuando era txiki, lo viejo tenía algo de misterioso y emocionante por lo laberíntico de sus calles. Nunca sabía cómo, pero siempre la visita solía terminar en un chocolate con churros en Santa Lucía o unas karrakelas en el puerto…según el tiempo. Cuando crecí un poco más, ya me podía orientar mejor y el ambiente de cuadrillas de amigos que se cruzan en los bares por la noche, solía terminar con unas patatas de San Jerónimo. ¡¡Que levante la mano al que no le ha devuelto a la vida!!